Pasar al acto: de la imagen a la experiencia
En un contexto hiperconectado y sobreestimulado, las marcas ya no pueden limitarse a comunicar mensajes y producir más imágenes. El desplazamiento del anuncio a la activación evidencia este cambio: ya no basta con contar historias, ahora se trata de hacerlas realidad, de actuar y dejar que los valores de marca se expresen en el mundo como prácticas vividas.
Si la publicidad tradicional trabajaba con texto, gráfica e imagen en movimiento, desde hace años debe integrar también situaciones reales, cuerpos, afectos, espacios y comunidades. Lo que antes era una estrategia basada en la representación se ha convertido en una construcción continua de experiencias, valores encarnados y vínculos reales.
En ese giro —de la imagen a la experiencia, del mensaje a la acción—, las estrategias de posicionamiento de marca se vuelven sorprendentemente cercanas al arte. Este artículo parte de una intuición cada vez más evidente, y es que esta transformación, lejos de ser nueva, encuentra un sorprendente eco en la evolución que vivió el arte en el siglo XX y puede ayudarnos a repensar cómo construir marca hoy.
Antecedentes: la crisis de la representación
Durante siglos, el arte occidental tuvo como función principal representar la realidad, ya fuera a través de la imitación fiel (mímesis) o mediante la representación de ideas abstractas, religiosas o simbólicas. La pintura, la escultura y otras disciplinas artísticas se entendían como medios para crear imágenes y símbolos que el espectador debía contemplar. En esta etapa, el artista era un creador de objetos artísticos, mientras que el público permanecía en un rol mayormente pasivo y receptivo.
De modo similar, durante décadas, la publicidad también se ha centrado en construir identidades visuales y verbales que transmitieran mensajes y aspiraciones. La marca funcionaba principalmente como un símbolo: un conjunto de signos diseñados para representar una idea o una emoción. Igual que en el objeto artístico, en ese modelo la relación entre la marca y el consumidor era principalmente unidireccional: la marca “hablaba” y el público “escuchaba”.
La llegada de la fotografía y el cine, a finales del siglo XIX, supuso un punto de inflexión para el arte, al cuestionarse la necesidad de la pintura como medio para representar la realidad. A principios del siglo XX, las vanguardias artísticas —y en especial el dadaísmo— empezaron a desafiar las convenciones tradicionales sobre qué podía ser arte, abriendo paso a un nuevo paradigma. El arte ya no necesitaba ser una copia o representación del mundo; podía crear realidades propias.
Del mismo modo en que la fotografía y el cine redefinieron el arte y la pintura hace más de un siglo, hoy, en la era de las redes sociales, la postfotografía y la inteligencia artificial, las imágenes han vuelto a sufrir un cambio ontológico. En un contexto tecnológico de inmediatez, saturación, hipervisibilidad y simulacro, las imágenes del siglo XXI están continuamente en disputa para ganar agencia, credibilidad y atención. Este cambio de paradigma ha llevado a las marcas a replantearse su papel: ya no basta con mostrarse o visibilizarse; es necesario hacer que esos valores sean encarnados, tangibles y significativos en la vida real.
De la representación a la vida
A partir de los años 60 y 70, con las performances, los happenings, el arte conceptual o el land art, el arte emprendió un giro hacia la desmaterialización, y el objeto artístico perdió protagonismo frente a la acción, el proceso y la experiencia. El cuerpo, el espacio, el tiempo y la participación del público se convirtieron en elementos centrales.
Este giro implicó una transformación profunda, porque el arte dejó de ser un objeto separado de la realidad para fundirse con la vida misma. El artista pasó a ser un agente mediador y la obra, una experiencia vivida que trascendía la contemplación para involucrar a la audiencia y a la acción directa. Borrando fronteras entre representación y realidad, artista y público, obra y experiencia, el foco se desplazó de lo que se representa a lo que se vive.
Si el cartelismo de finales del siglo XIX y de principios del siglo XX (con fines comerciales o propagandísticos) tuvo como aliados a distintos movimientos artísticos, como el art nouveau, el constructivismo ruso o hasta el pop art, después el arte inició un camino que se alejaba demasiado de los lenguajes publicitarios, que encontraban colaboraciones más afines en la fotografía, la ilustración o el diseño.
Pero ese mismo desafío y desmaterialización que emprendió el arte contemporáneo hace décadas se refleja hoy también en el mundo del branding y la publicidad, que busca ir más allá del anuncio para habitar la vida real. Colaboraciones con influencers, experiencias inmersivas, activaciones de marca en eventos, interacción y participación del público… son algunas de las muchas estrategias que se siguen para lograr este objetivo.
La relación con el consumidor ha pasado de la representación simbólica a la referencia real. Este cambio es fundamental para entender la nueva naturaleza de las marcas: ya no son solo un conjunto de signos, sino una forma de vida compartida que se despliega en experiencias concretas, acciones significativas y en relaciones basadas en la implicación de subjetividades.
→ Hoy, arte contemporáneo y marca confluyen en:
No son solo objetos o símbolos, sino situaciones, activaciones y encuentros.
Su audiencia ya no es pasiva, se vuelve copartícipe, coproductora o co-creadora de significado.
El contexto, el espacio y el tiempo en que se despliega la experiencia son tan importantes como el mensaje o la imagen.
Después de varias décadas, el arte contemporáneo vuelve a presentarse como un poderoso aliado para las marcas, no solo proporcionando imágenes como lo hizo en el siglo pasado, sino también ayudando a lograr experiencias memorables, situaciones únicas y relaciones significativas.
Arte y marca contemporáneos
Posicionar una marca culturalmente a través del arte contemporáneo —inscribiéndola en los retos, temas y tensiones que definen nuestro presente— implica concebirla como una marca contemporánea, es decir, una marca que no solo participa en el mercado, sino también en una conversación cultural significativa, mediante prácticas artísticas autónomas, con propósito y con capacidad de resonancia social.
El cruce entre arte y branding desde esta perspectiva abre caminos creativos y estratégicos para diseñar marcas que, como las obras de arte contemporáneo, no solo se ven, sino que se viven y se recuerdan. Esta analogía nos invita a repensar las marcas no solo como herramientas comerciales, sino como impulsoras culturales capaces de producir experiencias, transformar percepciones y generar vínculos emocionales.
Esta transformación no es solo una cuestión teórica o conceptual; tiene implicaciones prácticas y estratégicas profundas para quienes diseñan, gestionan y comunican marcas hoy, concibiendo la marca como agente cultural y transformador.
Las marcas tienen la oportunidad —y la responsabilidad— de ser agentes activos, capaces de:
Generar impacto social y cultural, alineando sus prácticas con valores genuinos.
Crear comunidades que compartan y expandan esos valores más allá de la marca misma.
Fomentar diálogos auténticos que promuevan el pensamiento crítico y la creatividad, impulsando nuevas perspectivas y reflexiones profundas.
Los profesionales del sector requieren de nuevas habilidades para un nuevo paradigma:
Capacidad para identificar y proponer experiencias que involucren proyectos y colaboradores del mundo del arte.
Comprensión profunda de contextos culturales, sociales y artísticos.
Visión y apertura para experimentar y evolucionar con la marca y su audiencia.
Crear marcas hoy implica una mirada integral que reconozca la marca como un acto performativo, cultural y relacional. No basta con comunicar quién eres, sino con demostrarlo a través de acciones concretas y de encarnarlo en situaciones compartidas. En un entorno donde los vínculos se construyen desde la experiencia, comunicar ya no alcanza: es necesario pasar al acto.