LUX is LUX is LUX is LUX

Nov 26 – Written By Mireia Serrano


En comunicación, pocas cosas resultan tan efectistas como aquello que no termina de decirse. Lo inconcluso o lo sugerente permiten más interpretaciones de las que realmente revelan. Un silencio, una insinuación o un concepto apenas delineado pueden activar más imaginación que cualquier explicación exhaustiva.

Si miramos alrededor, encontramos titulares que apelan a la emoción sin precisar contexto, discursos políticos donde una misma palabra sostiene posiciones opuestas y términos tan usados que han perdido casi toda su semántica. Palabras que parecen decir mucho y, sin embargo, de tanto usarse, ya no refieren nada.

Significar no depende solo del emisor: depende, sobre todo, del espacio que dejamos para que el receptor complete el sentido. A veces comunicar no implica definir, sino permitir que algo pueda ser varias cosas a la vez, dejar que cada quien encuentre un significado distinto en lo mismo.


Semiótica de los espacios vacíos

Una de las formas más visibles de este fenómeno aparece en estereotipos sociales cuya identidad siempre parece delegada en otros.

Esta semana hemos visto el anti-villancico de Bustamante. Pero ¿hay algo más navideño que quejarse de la Navidad? ¿Hay regalo más impersonal que una de sus fragancias? ¿Hay algo más cuñao que no identificarse como tal?

El cuñao, igual que el pijo, la tieta, el moderno o el turista, no son categorías estáticas. Su significado varía según género, edad, clase o ideología de quien las usa. Como figuras desdibujadas, funcionan porque no necesitan precisión, solo interpretación. Son caricaturas colectivas, herramientas de distanciamiento antes que de identificación. Ante esos conceptos, todos reconocemos a alguien, pero nadie se reconoce a sí mismo.

Si la concreción de estas figuras siempre se delega a otros, podríamos imaginar estas categorías como roles desiertos de sujetos. En contraste, existen conceptos igualmente abiertos pero con los que todo el mundo quiere relacionarse: libertad, belleza, justicia... Grandes palabras cuyo significado nunca está fijado del todo, variando según contextos culturales, sociales o políticos.

Este fenómeno es capaz de conectar con grandes masas, usado habitualmente en comunicación propagandística. El artista Alan Carrasco evidenció la paradoja de un significante único que alberga relatos múltiples reuniendo periódicos de ideologías, épocas y geografías muy diversas que compartían un mismo nombre: La Verdad.

Pero, ¿cómo puede una misma palabra sostener significados tan diferentes y aun así sobrevivir en discursos enfrentados? Umberto Eco describía esta amplitud semiótica como el “margen de indeterminación”: ese espacio donde el receptor completa —a veces creativamente, a veces interesadamente— aquello que el emisor deja abierto.


La estética de la indeterminación

Rosalía ha hecho de ese margen de interpretación una parte central de su comunicación. Cuando presentó su tercer disco y le preguntaron qué significaba exactamente ser Motomami, respondió: “Una Motomami decide lo que es ser Motomami.”

Un signo abierto cuyo sentido se construye con el receptor. Igual que en el verso de Gertrude Stein —“Rose is a rose is a rose is a rose”— el significado no se impone: se activa cada vez que se lee. Las palabras no explican, se ofrecen como un dispositivo performativo, haciendo un uso elocuente del lenguaje. Convocan por repetición, sustituyendo la definición por el propio signo.

La cantante propone conceptos que no define, invitándonos a dotarlos de sentido. Conceptos deliberadamente indeterminados cuyo significado no está concretado, sino delegado a la interpretación de la comunidad.

Antes del lanzamiento de su último disco, para acceder a una de las exclusivas escuchas, pidió a sus seguidores que explicaran qué significaba LUX para ellos. Esas definiciones funcionaron como filtro de selección, pero esa misma pregunta también permite un estudio de significación colectiva con el cual retroalimentar su universo conceptual.

La estética mística de LUX se presenta abierta, difusa y disponible para ser completada. Lo suficientemente vaga para resonar con creyentes, agnósticos, espiritualidades new age y sensibilidades seculares. Un discurso elástico que aspira a abrazarlo todo.

Su fuerza no reside en la cohesión, sino en su capacidad de alojar contradicciones sin romperse: una comunicación que no busca claridad, sino el magnetismo del significado en suspensión.


El riesgo de la ambigüedad

La inconcreción puede ser un recurso estético y poético valioso: permite sugerir, imaginar, especular…, pero también puede convertirse en un comportamiento generalizado para evitar fricción, esquivar responsabilidad o sostener contradicciones.

Si las audiencias buscan lugares donde reconocerse, es más fácil hacerlo en esos márgenes de indeterminación que en conceptos cerrados. Completar un signo desde la experiencia individual es más seductor que aceptar un significado impuesto.

Pero si nadie quiere ser responsable de acotar significados, ¿qué sucede?

Lo que emerge es un paisaje comunicativo donde todo puede ser, pero donde pocas cosas se comprenden. Una cultura donde prevalece el lenguaje antes que el mensaje, la sugestión antes que la posición o la estética antes que el sentido. Un universo que enuncia pero no significa.

Como la boca del monólogo de Samuel Beckett, que niega una y otra vez ser la protagonista de aquello que narra, solo podemos aspirar a tener voces sin sujetos. Como el turista que se retrata frente a una pintada de “tourist go home”, o como la santa que reprocha al perla que “no referirse a él como icono sería para él una narrativa reduccionista”. Not I.

Si no me reconozco, no me comprometo. Por eso, quizás, la pregunta que tenemos que hacernos hoy ya no sea qué significa lo que se dice, sino quién acepta ser el sujeto de ese significado.

El malentendido funciona porque nadie dice “yo”.

Mientras tanto, cuanto menos define el emisor, más libertad —y más responsabilidad— recae en quien escucha.


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